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Generación del 36

El círculo Ridruejo y la poética del español entero

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¿Qué significaba, a la altura de 1953, «comprender»? Se trataba de aceptar con libertad «el riesgo de comprender todo lo ajeno», al decir de Laín, «para ir edificando con originalidad y entereza la obra propia». Ir desdibujando la frontera que separaba a vencedores y vencidos, exiliados y no exiliados, y así, allanar el camino del encuentro para fundamentar el nuevo orden moral de la España del futuro.
La modernidad anheladaEscritura y poderLa noche está estrellada

La invención del 36

A mediados de la década de los cuarenta, la etiqueta «Generación del 36» parece inventada para que el enfrentamiento bélico se perpetúe en el campo literario e intelectual.

En 1943 el periodista Pedro de Lorenzo –director, en aquel momento, de la revista de poesía Garcilaso– afirmó la existencia de una generación de 1936 que estaría integrada por escritores y políticos que habían dado forma al falangismo y estaban impulsando la cultura del nuevo estado.

La revista Escorial -Dionisio Ridruejo, Pedro Laín, Luis Rosales- era la plataforma de esta «revolución totalitaria». Actuarían como intelectuales orgánicos del régimen, con notables cuotas de poder, y con el propósito confesado de transformar España en un auténtico estado fascista.

El «círculo de Ridruejo» evolucionó hacia una poesía introspectiva de profundización en uno mismo. Detectaba un cambio en la lírica española previa a la guerra, momento en que habría comenzado a mostrarse la necesidad de fundar la poesía en el hombre entero y unido –contando con naturaleza y sobrenaturaleza, historia y libertad, es decir, con su integridad viviente.

La noción del «hombre entero», cuya paternidad se debe a Pedro Laín, sería un elemento recurrente de la reflexión en marcha del grupo de Ridruejo. Por unos años, también lo iba a ser la dialéctica entre el 27 y el 36.

Ridruejo, sin énfasis, había desplazado el origen de una generación, que estaba pasando de política a literaria. Lo formuló en un artículo publicado en el diario Arriba en 1945. La generación no había nacido con la guerra y para ganar una guerra sino que había nacido justo antes para alterar el rumbo estético de la lírica del 27.

La guerra, así, dejaba de ser placenta generacional. El cambio podría parecer menor, pero sería este nuevo relato generacional el que empezaría a imponerse.

Ridruejo creyó que el poeta capaz de revelar el «hombre entero» sería Leopoldo Panero. Éste parecía consolidar la posibilidad de que se escribiese una poesía católica sincera y exigente en la España franquista. Una poesía que, sobre las bases de la fe, se quiso convertir en el único refugio posible.

A este empeño, desde la creación poética o la reflexión sobre la poesía, se estaban dedicando los poetas ligados a Escorial –Vivanco, Panero y Rosales–, José María Valverde se vincularía al intento. El círculo contaría con el aval filosófico de Pedro Laín y de José Luis López Aranguren. Zubiri fue su Heidegger.

Aquel grupo poderoso, comprometido tras la guerra en el intento de hacer de España un estado fascista, había hallado la forma de reubicarse, olvidando la beligerancia ideológica, para ensayar, sobre todo a través de la poesía, un profundo ejercicio de introspección en clave religiosa.

El punto de inflexión se había podido vislumbrar en el poema Misericordia de Luis Rosales, incluido en el poemario Abril publicado en 1935. «Luis Rosales, con su trascendente Abril, había señalado el camino de salvación», afirmaba por aquellos días de mediados de 1948 Gerardo Diego en ABC.

Desde ese poema de Abril, «todos los motivos de una existencia íntegramente humana –la religiosidad, el amor, las formas de convivencia entre los hombres, la pasión, la contemplación del mundo, la intelección de la vida y las cosas, la muerte, las gracias del vivir cotidiano, el contenido de la intimidad– reaparecen en la obra de los poetas españoles.» (conferencia «El espíritu de la poesía española contemporánea, Pedro Laín, 1948).

El abanico temático diseminado por Laín es amplísimo y esos serían los temas que iban a recolectarse en los cuatro poemarios publicados durante la primera mitad de 1949, y que configuraron la apuesta grupal por una poesía espiritualizada.

Aquellos poemarios fueron La casa encendida de Luis Rosales, Escrito a cada instante de Leopoldo Panero, Continuación de la vida de Luis Felipe Vivanco y La espera de José María Valverde. Libros de poesía enredados los unos a los otros, además de por una sintonía religiosa común, por una tupida red de dedicatorias que, a través de los versos, los unía los unos a los otros en una aventura común.

Poemarios, pues, entrelazados en la letra y el espíritu. Quien mejor lo supo teorizar fue el rentista orsiano que por entonces era López Aranguren, cómplice de todos ellos, y que acertó ligando el proyecto literario a una reflexión de carácter filosófico, porque él entendía –con el Martín Heidegger que leía por entonces– que la meditación honda sobre la poesía estaba confluyendo con el giro ontológico que la filosofía de aquel momento proponía.

Poesía, pues, como confesión, como elaboración intensa del recuerdo para anclar el yo en la realidad. Poesía de las cosas y de los hombres que religaba la existencia a Dios y a la historia. Poesía intimista pare refundar la conciencia individual después de un período de brutal hecatombe. Esa fue la médula de la poética del grupo.

Poder y declive del círculo: aparece Miguel Hernández

En los meses centrales del año 49 la percepción de que se había producido un cambio en la poesía se había instalado en el sistema literario español. Así lo confirmaba el artículo de Gerardo Diego «Una nueva poesía», publicado el 9 de julio en ABC.

La instalación de la percepción de cambio la reforzaba el poder que el grupo de poetas –poetas casi todos vinculados al régimen– ejercía en el sistema literario. Ignorarlo equivaldría a no querer entender el desarrollo anómalo que enjaulaba la vida cultural española. Esos escritores, el poder los sentía como suyos, y ellos, al mismo tiempo, ejercían su poder en el campo cultural.

Tenían una editorial y tenían un órgano de expresión consolidado, tenían la crítica a favor y también, insisto, un poder del que no dimitían. En el primer número de la nueva etapa de Espadaña se imprimió el manifiesto «Poesía total», un texto concebido por alguien que sabe que su propuesta, gustase o no, era la hegemónica.

Si pudiera hablarse de la escuela poética de la generación del 36 fue precisamente en ese momento, en el tramo central del año 49. Y fue también a partir de ese momento que esta aventura lírica empezó un acelerado proceso de disolución.

El intentó de hacer llegar la «poética metafísica a Hispanoamérica» (finales de 49) fracasó. El exilio y el Partido Comunista boicotearon varios de los recitales con gritos y amenazas, lanzamientos de objetos y acusaciones vinculadas a su adscripción al régimen. La poética del «hombre entero» nada tenía que ver con el franquismo, pero aquella gira estigmatizaría a sus protagonistas como poetas franquistas.

En 1950, desde las páginas de Ínsula, Aranguren da por finalizado el ciclo de la «poesía existencial». El ciclo de la poesía espiritualista, definitivamente, a principios de la década de los cincuenta, quedó clausurado.

Las repercusiones de ese final acelerado afectaron al relato en construcción que estaba circulando ya sobre la generación de 1936. Cuando en octubre de 1950, en el semanario Destino, el profesor Antonio Vilanova glosó la obra de Miguel Hernández, lo presentó como el representante paradigmático de la generación de 1936. Seguía mencionando Abril, pero el nombre más significativo ya era Hernández. Así se consideraría a partir de entonces.

Cambio de ciclo

El grupo de Ridruejo se adaptó a las nuevas circunstancias y optó por abrir el sistema cultural a una visión más amplia y comprensiva. Fue entonces determinante la ayuda del ministro Ruiz Giménez, que nombró rectores de la Universidad de Madrid y Salamanca a Pedro Laín y a Antonio Tovar, y que facilitó la consecución de la cátedra a Aranguren y Valverde, el primero catedrático de ética en Madrid y el segundo de estética en Barcelona. Además, supo dotarse otra vez de un órgano a través del cual difundir el cambio de modelo cultural que proponía. Concretamente, el semanario Revista, que empezó a publicarse el mes de abril de 1952 en Barcelona, y que Ridruejo dirigía en la sombra desde Madrid.

La visualización más clara de ese nuevo cambio que pretendieron impulsar fue el I Congreso de Poesía, celebrado el mes de junio de 1952 en Segovia bajo el patronazgo del director general de Universidades Joaquín Pérez-Villanueva. No es un dato menor que el secretario organizativo del Congreso fuera el crítico de arte y poeta Rafael Santos Torroella, soldado del ejército republicano que había sido encarcelado y condenado a muerte tras la guerra. No es un dato menor tampoco que a Segovia acudiese otro republicano detenido durante los primeros días de la Guerra Civil como Ildefonso-Manuel Gil. Y aún lo es menos, de azaroso, que la apuesta más decidida del Congreso fuese la invitación de un grupo de poetas catalanes, encabezados por Carles Riba.

Para muchos escritores aquellos días en Segovia marcaron el fin del clima de guerra civil que había enclaustrado el desarrollo del sistema cultural de postguerra. Ensayaron la metamorfosis del «hombre entero» en el «español entero».

Esa evolución interna del grupo constituyó el nervio central de la actuación de los escritores que se autodenominaron miembros de la generación del 36. Los intelectuales, para conseguir su objetivo, para actuar en la vida pública como verdaderos «españoles enteros», deberían comprender discursos que les eran ajenos. Discursos distintos a los oficiales. Discursos que deslegitimaban los discursos del poder. Discursos que, en muchas ocasiones, se asociaban al mundo moral y cultural de los derrotados de la guerra.

No fue una operación banal. En la medida en que ese proyecto se consolidó, el grupo iría adoptando la actitud de opositores más o menos combativos contra el franquismo. Hitos de aquel lento proceso de contestación lo serían los encarcelamientos de Ridruejo, el desmantelamiento del Ministerio de Ruiz Giménez y, al cabo de prácticamente una década, en 1965, la expulsión de la cátedra de Aranguren y la dimisión solidaria de Valverde.

El núcleo activo de la generación del 36 había empezado a solidificar su propia redención.

Fragmentos del capítulo de Jordi Amat publicado en Sobre una generación de escritores (1936 - 1960).

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