El fuego, en el origen de la cultura humana; allí donde la comunidad genera los vínculos que la vertebran. En torno a lo crudo y lo cocido (Leví-Strauss) se construye una socidad.
Todos los mitos fundacionales tienen un referente común: eso que se cuentan es casi siempre "el motivo de la guerra".
En estos relatos, nuestra definición identitaria como grupo humano siempre acaba aludiendo al rival, que es el vecino -el que está al otro lado del río. Mi necesidad de ser como él, de tener lo que tiene.
Evans-Pritchard lo llama «el conflicto entre gemelos».
«El 97% de las guerras son entre vecinos».
La ciudad es el orden sacralizado de la convivencia humana que se genera a partir de un crimen fundacional. Y esto siempre ha sido un poco escándalo para el buenismo de los antropólogos.
Jean-Michel Hocquard decía que: «cuando el río suena, agua lleva», y «si todos los mitos huelen a sangre es porque en el principio fundamental de una cultura hay un crimen sacrificial del otro». Pues bien, «el río suena».
Y los pueblos enfrentados entre sí convierten en automático un mecanismo de victimación que consiste en sacrificar a uno en lugar de a todos. Y este es un punto central que James Frazer abordará de forma directa en el tema de los magnicidios.
Los reyes están puestos ahí para ser quitados, para ser linchados.
Incluso el Carnaval no es más que una expresión folclórica de esto mismo.
En todos los lados del mundo se repite esta historia. Está mecanizada.
Si fuéramos justos en la valoración de la genealogía de una guerra tendríamos que reconocer lo que reconoce el mito: que fundamentamos en actual acto de violencia en estereotipos que aceptamos -nuestro pueblo acepta- como razones, pero que son razones creadas socialmente a posteriori.
«Hacemos esto en justicia retributiva». Y, a partir de ahora, esto ya no termina, porque los siguientes hijos serán educados bajo el prisa de la venganza.
¿Por qué cuajó en las juventudes alemanas de forma tan efervescente el querer volverse a meter en una Segunda Guerra Mundial? Porque la mayor parte de ellos eran huérfanos de la Primera; viudas que animaban a sus hijos a la venganza.
La euforia por haber sobrevivido sumado al retorno de un momento de calma después de la tempestad... conlleva una revitalización energética de la psique.
Ser salvado es eufórico. Genera alegría, agradecimiento, orgullo. Aunque es una eufora pírrica: el nuevo orden al que da lugar suele ser de un valor insuficiente en proporción al daño sufrido por el vencedor.
Ahora el hijo vivirá épicamente la victoria o la derrota del padre, y querrá repetirla. La ilusión por la guerra la tiene el hijo del que fue a ella.
Pero el resultado de la apuesta es más alegre y positivo si el juego es con los mecanismos que el propio orden "el anclaje" ofrece que obtener esta sensación (las diversas formas de entretenimiento de evasión).
La trinchera real retorna victorias pírricas, y además de nueva sed de venganza. Del precipicio y de la trinchera reales, hay que salirse.
El nihilismo tomado en serio devuelve altares dolorosísimos. Y, al final, un nuevo orden de sustitución. La historia no es repetitiva, pero sí es cíclica.